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Diego de Ibarra

Eibar no fue muy diferente al resto de Castilla durante el Siglo de Oro, cómo cualquier otro poblado pequeño produjo su ración de personajes que se lanzaron por el mundo adelante con la intención de prosperar. Los dos eibarreses más exitosos del Siglo de Oro fueron Martín López de Isasi, un comerciante que llegó a situarse en círculos de la Corte de Felipe II, y nuestro protagonista, Diego de Ibarra, soldado, explorador y conquistador.

Ibarra pertenecía más bien a la segunda oleada de conquistadores de la Nueva España, el actual México. Había nacido hacia 1520, justo cuando Cortés completaba su primera oleada y no fue, como en el caso del extremeño, la falta de posibles la que le impulsó a hacer las Américas. Para cuando zarpó rumbo a México, Diego se había labrado una posición como maestresala en el séquito del Condestable de Castilla, seguramente gracias a la intercesión de su padre que era juez para el mismo Condestable.

Diego llegó a la Nueva España en 1540. Los nativos de Nueva Galicia (zona corresponde a varios estados de la zona central de la costa pacífica del México moderno) se encontraban entonces en abierta rebelión contra el poder español. La situación se había complicado tanto que el mismo virrey había tenido que acudir con su hueste. Esa fue la primera misión de Diego en el Nuevo Mundo.

Sin embargo, su suerte durante lo que se conocería como la Guerra del Mixton no fue especialmente propicia. Resultó herido en una pierna a las primeras de cambio, una herida que le dejó fuera de las glorias militares, y prebendas asociadas, que se ganaron en aquella jornada y una pierna permanentemente fuera de combate. Ello no le impidió avanzar en su carrera dentro de las élites rapaces de la Nueva España. Aún no había terminado la guerra del Mixton cuando Diego de Ibarra, junto con Cristobal de Oñate, Baltasar Termiño de Bañuelos y Juan de Tolosa se encontraba algo más al norte, explorando la zona central del moderno México. Diego se considera uno de los introductores en la zona del ganado, tanto bovino como caprino, pero no sería el agropecuario el producto que haría famosa a la zona. Sería la plata, de la que en 1546 los cuatro socios encontraron uno de los yacimientos argentíferos más importantes que tendría el Imperio Español. Dos años más tarde, el 20 de enero de 1548, fundan los cuatro socios a la sombra de las minas la ciudad de Zacatecas, de la que Diego, llegaría a ser Alcalde Mayor.

Aunque Zacatecas estaba por el momento situada en el centro de una zona cuyo control por parte de los españoles era, en el mejor de los casos, tenue, el embrujo de la plata atrajo a miles de personas hacia allí y no tardaron en producirse incidentes con los habitantes locales. Los indios chichimecas, un grupo de tribus nómadas, pronto se alzaron en armas dando origen a una guerra aún si cabe más cruenta y prolongada que la del Mixtón.

Diego no se quedó en Zacatecas para seguir el desarrollo de las operaciones; tenía en mente estrategias mucho más fructíferas. Marchó a la capital del virreinato, donde aprovechó sus conexiones para contraer matrimonio con la hija del virrey Luis de Velasco. Este matrimonio y el enorme caudal monetario que manaba desde Zacatecas pusieron a los Ibarra en posición de ser una de las grandes familias del México colonial. Durante un corto espacio de tiempo, probablemente, la más importante.

Aunque extraía fabulosas riquezas de los cerros zacatecanos y era corregidor de la Audiencia de Zacatecas, Diego residía en Ciudad de México, más cerca de los verdaderos círculos de poder, y dejando en manos de distintos apoderados el gobierno diario de Zacatecas. Sin embargo, uno no se mantiene durante casi medio siglo en la cúspide de la pirámide social siendo simpático.

Sus rivales no dejaron de denunciar su condición de Presidente ausente de la Audiencia, y los interminables abusos a los que les sometían sus testaferros en las minas y en el gobierno de Zacatecas. Ibarra consiguió esquivar todas esas flechas, y aún prosperar, con la sencilla receta de mantener una red de contactos y clientes bien situada, a la que pronto añadió otros retoños del árbol eibarrés original. Como Francisco de Ibarra, que había nacido en Eibar en 1539, y se haría famoso como fundador de Durango. Francisco llegó a México colocado ya como paje del virrey Velasco, o sea, del suegro de su tío y padrino Diego, que fue quien adelantó los 200.000 pesos que costaron las expediciones con las que Francisco añadió al Imperio la Nueva Vizcaya (gran parte del noroeste mexicano moderno).

Otro Ibarra eibarrés transplantado por él a México fue su otro sobrino, este en segundo grado, Martín, al que en 1582 le pagaba la puja, 85.000 pesos nada menos, para comprar el cargo de tesorero en la Casa de la Moneda de México, la que se encargaba en convertir en doblones la plata que salía de sus minas de Zacatecas, todo quedaba en casa.

El otro ingrediente de la supervivencia de Ibarra fue la extraordinaria habilidad con la que, en el hostil paisaje de la política virreinal, Ibarra supo siempre apoyar las propuestas de la corona y después cosechar los beneficios de ser el hombre del rey en México. Por ejemplo la indulgencia real por su condición de Presidente ausente de una Audiencia al que la ley obligaba en teoría a residir en el territorio de la misma para desempeñar adecuadamente sus funciones.

La única tristeza que debió quedarle fue que, a pesar de todos sus desvelos, de su innegable riqueza y de los servicios prestados a la corona, no consiguió –por causas ajenas a él– aquella obsesión del español del siglo de Oro, un título nobiliario. De haberlo tenido, muy probablemente, hubiera llegado a ocupar el asiento virreinal, pero esa otra gran ambición de su vida también quedó insatisfecha.

Más información del personaje y el periodo histórico en el siguiente artículo de Guillermo Porras Muñoz: "Diego de Ibarra y la Nueva España".

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